La
revista Siete Días publicó en Junio de 1975 el siguiente
artículo.
Andanzas
de un morocho y argentino
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A
40 años de su muerte
El
mito del Zorzal criollo se nutre, también, de sus éxitos
en las grandes capitales del mundo. Quienes fueron testigos de su arrollador
ingreso en el Viejo Mundo y en América reviven esa época
de gloria: Gardel ganaba 3 mil francos por su actuación cuando
una tonelada de trigo costaba 410 francos. Su leyenda sigue viva en
Nueva York -donde se le rinde un culto fervoroso- y se aloja, también,
en el corazón de una mujer que no lo conoció y vive, sin
embargo, dedicada a su recuerdo.
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Todos
los años, a poco de comenzado el invierno, una inusitada primavera
florece sobre los negros bronces que, en el cementerio de la Chacarita,
perpetúan el recuerdo de Carlos Gardel. No es un algo mágico:
Cada 24 de junio desde hace cuatro décadas, una memoriosa feligresía
le tributa el puntual homenaje de una flor. Convertido en santón
de la hagiografía canyengue -el Morocho, que no era, según
afirman quienes lo conocieron, ni santo ni morocho- es venerado en colectivos
y taxímetros, en lecherías y cafés. Es, en cierto
modo, un milagro de persistencia dentro de la proverbial mala memoria
vernácula, un milagro sólo explicable por los imprecisos
mecanismos de la leyenda. Porque desde esa tarde en que las llamas colorearon
el pálido cielo de junio, allá en Medellín, los simples
lloraron la muerte de un cantor excepcional sin advertir que nacía
el más perdurable mito de la porteñidad. Desde entonces,
con las luces del centro eternizadas en el relámpago de su peinado,
con la sonrisa algo ladeada que inquietaba a adolescentes y abuelas, trajeado
con los improbables atuendos del gaucho o del señorito engalerado,
Gardel penetró en la leyenda. Y aún hoy, la imaginería
popular se nutre con imprecisas visiones: una dama enlutada que desde
hace 40 años desciende de un auto con chofer para dejar una flor
y huir; o la leyenda que sostiene que en la Noche de San Juan, un viejo
de gacho requintado, con la cara oculta, compra su stock de diarios a
ateridos canillitas y desaparece en esquinas claves de Boedo o San Telmo,
silbando Mi Buenos Aires querido. O la de ese misterioso cantor encapuchado
que canta en húmedos cafetines del Caribe con una voz tan horrorosa
como su ignorado rostro. |
Gardel
excedido de peso
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Cuesta
en verdad imaginar al Zorzal changueando por los boliches de un improbable
Macondo, hostigado por las lluvias y las cumbias. Menos trabajoso resultó,
en cambio, evocarlo en sus andanzas por otros meridianos, cuando salió
a demostrar al mundo que la fama no era puro cuento. Dos corresponsales
de Siete Días -Armando R. Puente y Juan Manuel Abraham- rastrearon,
en Madrid y Nueva York, respectivamente, sus canoros itinerarios, conversaron
con sus amigos, exploraron hoteles y teatros y cosecharon un curioso,
inédito anecdotario.
En Buenos Aires, por otra parte, se reunió abundante material
sobre su tournée francesa y sobre sus casi póstumos momentos
colombianos, cuando dijo por la emisora La Voz de la Víctor,
de Bogotá: "Antes de cantar mi última canción,
quiero decir que he sentido grandes emociones en Colombia. Gracias por
amabilidad tanta. Me voy con la impresión de quedarme dentro
del corazón de los bogotanos. Voy a ver a mi vieja, pronto. No
sé si volveré, porque el hombre propone y Dios dispone.
Pero es tal el encanto de esta tierra que no puedo decirles adiós
sino hasta siempre". Hubo un rasguido de guitarras y Gardel, cantó
el último tango de su vida: Tomo y obligo. Al día siguiente.
24 de junio de 1935, se embarcaba en el trimotor F-31 que lo llevó,
primero a Medellín y luego a la muerte.
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Gardel
y Razzano en Barcelona 1924
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En
la actualidad, la colonia argentina -Nueva York - unos 40 mil residentes
devorados por la nostalgia- suele sintonizar, hacia el filo de la medianoche,
una audición radial propalada desde un restaurante cuyo nombre
es toda una definición: La Vuelta de Martín Fierro. Uno
de los principales animadores es el vocalista Horacio Deval, radicado
hace años en USA. Minucioso imitador del estilo del Zorzal, el
chansonnier es el astro exclusivo de La hora gardeliana, el hit radial
que convoca las saudades de los argentinos emigrados. No lejos del restaurante,
en el distrito de Queens, una carnicería ostenta, en una populosa
esquina, el nombre de Carlos Gardel. Allá también, Pedro
Ortiz, una especie de Julio Jorge Nelson del desarrollo, se encarga
de mantener vivos los mecanismos del culto. Es un viejo amigo de Gardel,
ex bailarín de tangos, extra cinematográfico en los filmes
que rodó el cantor en los estudios de la Paramount: "Era
un tipo simple, no le gustaba el agasajo y se cabreaba ante los que
buscaban su amistad sólo porque era un cantante famoso",
memoró Ortiz ante Siete Días.
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Don
Pedro es el único residente de Nueva York que puede evocar esa
época. Otro de los compinches -Carlos Spaventa- está ahora
radicado en Miami. "Yo ya hacía unos años que vivía
en los Estados Unidos cuando Gardel llegó por primera vez; me
lo presentaron en el departamento de un estanciero uruguayo llamado
Gómez. Enseguida nos hicimos amigos, quizá porque no le
hablé ni de su voz ni de su carrera artística; charlamos,
eso sí, de minas y caballos". recuerda Ortiz, quien, con
una compañera madrileña llamada Margo, actuó junto
a luminarias como Tommy Dorsey, Fats Waller y Paúl Whiteman.
"Cuando podíamos escaparnos de Lépera -que no lo
dejaba ni a sol ni a sombra- nos íbamos de farra a comer cosas
típicas -sigue don Pedro-. A pesar de que Carlos podía
pagarse los mejores restaurantes, me pedía siempre ir a lugares
con comida casera. Le gustó mucho una pensión de la Segunda
Avenida donde uno podía comer milanesas y minestrón por
60 centavos. Claro que el precio era el anzuelo de la dueña,
una avispada piamontesa que cobraba un dólar la botella de vino.
A Gardel le causaba gracia tener que tomar el vino en taza, como si
fuera té, porque la propietaria carecía de autorización
para despachar bebidas, y hasta se mandaba la parte soplando como si
quisiera enfriarlo. Pero, por lo menos, era mejor que la zarzaparrilla
que nos daban en copas de champagne cuando filmábamos Cuesta
abajo. Carlitos no perdía nunca su buen humor durante las largas
horas de filmación y refilmación; ni siquiera los retos
del director cuando algo no salía bien, conseguía sacarlo
de quicio. No la iba de divo, créame. Cuando se terminó
la filmación de Cuesta abajo me dijo: «Ñato, en
la próxima vez te voy a dar un buen papel». Pero nunca
volvió a Nueva York. Yo estaba bailando en Providence cuando
supe del accidente. Murió el Bing Crosby de la Argentina, decían
los diarios ... ¡Qué amargura ...!"
Y el mundo sigue andando, claro. Otro porteño, radicado en la
isla de Manhattan, fundó hace unos años la Academia Gardeliana.
Pero el académico fundador, Samuel Kestemberg, tuvo que poner
algunos pesos de su bolsillo en razón de que no consiguió
ni miembros de número ni número de miembros. Es que la
selva de Manhattan no tiene oídos para esas morosas delectaciones
tangueras con que aún hoy sueña el entusiasta Kestemberg.
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Las andanzas neoyorkinas de Gardel abarcan los dos últimos años
de su vida (1934 y 1935) cuando filma para la Paramount en los estudios
de Long Island; en cambio, sus primeros gorjeos consagratorios fuera
del terruño pertenecen a Europa. En España, numerosas
giras lo llevan a actuar en Madrid y Barcelona entre los años
1924 y 1929. En Francia, en los estudios de Joinville de la Paramount
inicia, en 1931, la filmación de Luces de Buenos Aires. Al año
siguiente, otros 3 títulos: Melodía de arrabal. Espérame
v La casa es seria. En ambos países dejó un nutrido anecdotario.
Algunas, no por conocidas, dejan de ser desopilantes, como la que protagonizó
con Jacinto Benavente, quien sentía gran admiración y
simpatía por el cantor. Le decía el dramaturgo que el
lunfardo le parecía relativamente fácil comparado con
el calé madrileño, a lo que Carlos le respondió:
"No crea don Jacinto. Mire que hay cada orre que la chamuya al
vesre que ni Mandrake lo embroca", un galimatías lunfa que
acabó por convencer al autor de Los intereses creados.
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El
tango en Broadway
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Curiosamente,
Gardel despertó el interés y la atención de personas
de empinado rango intelectual. No por casualidad, uno de los primeros
testimonios recogidos por el corresponsal español de Siete Días,
Armando R. Puente, hubo que ubicarlo en el Gabinete Estudios del Banco
de España. Su titular, Emilio de Figueroa, catedrático
de Política Económica de la Universidad Central, ^es,
además, un experto tangólogo: "Conozco letra y música
de unos mil tangos de los seis mil que hay grabados y registrados",
se ufana el profesor, quien recuerda haber oído cantar al Zorzal
en 1924, junto a José Razzano: "Los dos vestían de
gaucho -memoró-, lo cual fue un acierto, ya que los madrileños
habían quedado algo decepcionados con Francisco Spaventa, un
cantor que los había precedido. Cuando lo vi por primera vez
en el teatro Romea yo era un crío, aún llevaba pantalón
corto y, claro, no pude hablar con él. Estaba, como siempre,
rodeado de mujeres sobre las que ejercía un atractivo inimaginable".
En aquel despreocupado, feliz Madrid de los años 20, Gardel frecuentaba
los cafés de la Puerta del Sol, donde, además de Benavente,
conoció a Valle Inclán, al torero Ignacio Sánchez
Mejía y a actores como Guerrero o Díaz de Mendoza. Gardel
ya era una luminaria que hasta recibía en su camarín teatral
a la Infanta Isabel, muy encariñada con la Argentina desde que
representó a su sobrino en los festejos del Centenario.
Si bien Madrid fue el escenario de sus grandes triunfos españoles,
los barceloneses se adjudican el privilegio de ser habitantes de la
ciudad europea que lo vio cantar por primera vez. "Me parece verlo
entrando por esa puerta- Andaba pausadamente, algo inclinado sobre la
izquierda, con aire no de cansado sino de un filósofo que ha
recibido muchas lecciones de la vida", describió Andrés
Mestre Damaison, propietario de El Canario de la Garriga, un bistrot
barcelonés que tiene casi la edad de Gardel: abrió sus
puertas en 1896. Al amparo de su dueña, Lola Damaison, protectora
de artistas, una bohemia clientela atosigó sus mesas, frecuentadas
por María Barrientes, Picasso, Gaudí, García Lorca.
"El mismo día que Gardel llegó a Barcelona, Planes,
un artista que frecuentaba el restorán lo trajo aquí y
se lo presentó a mi madre -memora don Andrés-. Esta le
confesó que nunca había escuchado un tango, a lo que Gardel,
con esa media sonrisa tan suya, se ofreció: Si me permite, señora,
voy a cantar para usted. Y nos regaló siete u ocho tangos. Entre
aquellos creo recordar El bulín de la calle Ayacucho, Pedime
lo que quieras, Corazón de arrabal y uno cuya letra decía:
Serás la madre de mi hijo pero mi mujer jamás".Mestre
cierra sus ojos y lo acosan los fantasmas que poblaron -medio siglo
atrás- los ámbitos de su tasca: "Allí, en
esta mesa, me parece verlo a Gardel junto a Pepe Samitier, una gloria
del fútbol, mesa que a veces compartían el marqués
Ignacio Sagnier, Gregorio Marañon, Gregorio Martínez Sierra,
Raquel Melier, Catalina Barcena, Federico García Sanchiz. A Gardel
le gustaba la butifarra con judías blancas -que él llamaba
porotos-, todavía lo recuerdo. También el arroz de pescado,
los callos -que el se empecinaba en llamar mondongo- y la crema catalana.
Gardel estaba muy a gusto en Barcelona, cuyo húmedo clima le
recordaba a Buenos Aires. Eso sí, había días en
que estaba marchito, sentimental. No, no era el recuerdo de Buenos Aires
o el amor de una mujer. A. las mujeres les hacía justo el caso
que se merecían: jamás estuvo a merced de ninguna",
concluye Mestre.
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Gardel
durante su segunda gira por España (circa 1927)
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Claro
que como todos los mitos, Gardel tuvo sus amantes ignoradas y anónimas;
muchachitas que -como dice el poeta del acápite- ambicionaban
ser desatontadas por ese varón eternizado en la trampa milagrosa
de los tangos. De esa misma eternidad se alimenta hoy el amor de una
argentina residente en España que jamás conoció
a Gardel. Pero hoy, Concepción Márquez es una obcecada
vestal que mantiene vivo el fuego gardeliano: "No me faltaron pretendientes
-explicó al corresponsal de Siete Días- pero no me quise
casar. Hubiera sido como compartir el enorme cariño que le tengo
con un esposo y los hijos que hubiesen venido".
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Esa
entrega total al hombre que no conoció ("Rezo sin descanso
para poder verlo aunque sea un instante, pero no viene") le valió
el título de Primera Dama Gardeliana, que se le otorgó en
Alicante el 24 de junio de 1972 por delegados de varios países
latinoamericanos. "El general Perón envió un representante
personal -evoca Concepción-. A veces él me llamaba desde
Madrid y hablábamos largo rato. Tenía una voz parecida a
la de Gardel, arrastraba un poquito la erre, como Carlitos. ¿verdad
que se parecían? Ese pelo negro, esa dentadura..." compara
la Primera Dama tras afirmar que conserva grabadas algunas de esas charlas
telefónicas con Perón, quien poco antes de retornar a Buenos
Aires le envió una veintena de discos, un viejo fonógrafo
a cuerda y algunos libros dedicados a Gardel, entre ellos La verdad de
una vida, de Armando Defino.
Aunque Concepción nació en Buenos Aires cuando Yrigoyen
concluía su primera presidencia, es española, hija de un
ilustre militar y diplomático que desempeñó cargos
en las embajadas de Buenos Aires y París y murió en manos
de los republicanos a comienzos de la guerra civil. "En Buenos Aires
mis padres se entusiasmaron con el tango. Mi madre era fanática
de Gardel. por eso a uno de mis hermanos le pusieron Carlos -evoca doña
Concepción, quien por ese entonces se educaba en el aristocrático
colegio Sacre Coeur de Montmartre-.
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En
esa época Gardel filmaba en París, Luces de Buenos Aires.
Fue el único cantante popular que mereció el honor de actuar
en la Opera, y hacerlo, además, ante el presidente de la República,
Paúl Daumer, y su esposa. Ella había perdido sus cinco hijos
en la Primera Guerra y en su homenaje compuso Gardel su tango Silencio.
Mis padres, que solían ir a escucharlo al Lido, peregrinaron hasta
Toulouse para conocer la casa donde había nacido Carlos, en la
calle Saint Hilaire, 20 bis. Era una especie de hospital-maternidad para
solteras, donde todavía recordaban a Berthe Gardés",
abunda la Primera Dama, que alberga en su departamento una completa iconografía
gardeliana: álbumes atosigados de fotos del ídolo y su madre,
un sombrero que perteneció al divo, carteles anunciadores de sus
películas, docenas de cartas autógrafas, centenares de discos
y cassettes y un completo y sofisticado equipo de grabación, reproducción
y filmación que le permite proyectarse películas del Zorzal.
Y
habla, entusiasta, apasionadamente:
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Portada
de No sé por qué editada en París
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"¿Sabía
usted que tuvo tres novias en Barcelona? Pero claro: ellas no significaron
nada importante en su vida, porque su amor era María Isabel del
Campo, cuyos estudios pagaba en Roma", dice, mientras obsequia
a Siete Días algunas fotos inéditas. Entre ellas la reproducción
de un escalofriante, premonitorio documento: unas líneas autógrafas
de Gardel contestando al doctor Tarke, un vidente que le proporcionó
un tétrico vaticinio:"Veo un infierno a su alrededor. Su
viaje no le conviene. Pocos días le quedan de vida". El
Zorzal, entre escéptico y cortés (seguramente haciendo
los cuernos) estampó con su basta caligrafía: "Estimado
Dr. Tarke: Su consultorio es fastuoso. Su videncia me ha fascinado".
Fecha: 21 de junio de 1935. Comenzaba su último, breve invierno.
Y claro, también él estuvo, como el bohemio de su tango,
"anclao en París". Pero sus nostalgias de Buenos Aires
eran bastante módicas. Así se lo dijo a su amigo Julio
De Caro, mientras caminaban por las calles de Montmartre: "No te
vayas, Julio. Mira, Buenos Aires es una gran ciudad. Yo añoro
sus calles, los amigos, las carreras, pero cuando me encuentro en ella
me dan deseos de volverme, de irme lejos. Volvé a Buenos Aires
de cuando en cuando, como lo hago yo, como quien va a visitar los restos
de una novia querida, que lleva en el corazón y no la puede olvidar".
Corría el año 1931 y Gardel está entregado a las
filmaciones en los estudios de Joinviile, grandes galpones hoy semidesmantelados,
usados de cuando en cuando por la televisión francesa. Es difícil,
en el París actual, reconstruir las huellas del Zorzal: el Fémina,
un salón donde empezó a cantar, se convirtió en
una concesionaria de la Citroén; el café Champignolles,
donde firmó su primer contrato, tampoco existe. Los dos hoteles
donde vivió, el Reynita y el Meurice, conservan sus nombres pero
el incendio que barrió con uno de ellos y la ocupación
alemana que sentó en el otro su cuartel general borraron todo
rastro gardeliano.
A mediados del año 1925 la tonelada de trigo costaba 410 francos.
En el cabaret El Garrón, donde se imponía la orquesta
de Manuel Pizarro, un viejo amigo de Gardel, la botella de champagne
costaba mil, tanto como un palco de la Opera con cuatro entradas. Gardel
llegó en 1928, procedente de Madrid, era un completo desconocido
para los franceses. "Apenas llegó Carlos me vino a ver sabiendo
que no le podía fallar -recordaría Manuel Pizarro-. Pero
en el Garrón no hubo caso. Así que le conseguí
un contrato para que cantara en el cabaret Florida -donde hoy repiten
aburridos espectáculos de strip-tease- a razón de 3.000
francos la actuación. Antes de su debut, cuando todos volaban
de los nervios, él se la pasó contando chistes, riéndose
antes de concluirlos, como era su costumbre".
Todo parece sonreírle. Tiene éxito. París comienza
a revelarle sus secretos. Pero un día, según refiere Pizarro,
tuvieron la mala ocurrencia de ofrecerle unas actuaciones en un casino
de Niza. "Allí se gastó toda la plata que había
ganado en París. Se pasaba horas enteras en las mesas de punto
y banca y los domingos, cuándo no, dejaba la billetera en las
patas de los caballos. En una de esas idas y venidas conoció
a una tal madame Chesterfield, que era una vieja platuda que medía
de anchó lo mismo que de alto y no sé si se lo engayoló
a Carlos o si fue él quien se le ganó bajo el ala. Lo
cierto es que desde entonces andaba con la Chesterfield a la rastra.
Y como ella era la patrona de los cigarrilos Graven, el asunto dio que
hablar. La gente de El Garrón comenzó a catalogarlo de
canflinflero y de cafiolo. La colonia argentina estaba muy molesta."
Así, se cuenta que una mañana llegó a Joinville
piloteando un Rolls Royce negro que le había regalado su protectora,
Imperio Argentina, que filmaba con él, intentó hacerlo
entrar en razón: "Oye chico ¿a qué entierro
vas con ese catafalco? ¿Es que te has vuelto funerario de tanto
andar con las viejas?", le espetó la actriz. Gardel no contestó
ni una palabra, pero al día siguiente llegó a los estudios
en un Hispano verde claro, similar al que poseía Imperio Argentina.
"Carlos estuvo unos siete meses en el Florida -de Pigalle- hasta
que debutó en el Empire de la avenida Wagram. A mí me
estrenó varios tangos: Noches de Montmartre, Una noche en El
Garrón, Todavía hay otarios, me los cantaba bajito cuando
salíamos del cabaret y nos íbamos a lo del tano Vico a
comer spaghetti. El apetito de Carlos era bárbaro, sobre todo
con las pastas. Después ocupaba las mañanas pasándose
el rodillo para tratar de bajar la barriguita que siempre lo preocupaba",
evoca Pizarro, quien poco después lo volvió a ver en El
Garrón. "Vengo para despedirme, hermano. Dale un abrazo
de mi parte a Pigalle, me dijo, y se metió en el auto. ¡Quién
diría que era para no volver!"
Todos, al final, glosan, de distinta manera, su muerte sorpresiva, absurda
y romántica. Esa muerte que lo dejó eternizado en su sonriente,
viril apostura, que le evitó las erosiones del tiempo. Hay quien
lo lamenta, como el vate Horacio Sanguinetti: "Me hubiera gustado
verte / Garlitos Gardel añoso. / Con el cabello canoso / Pero
tenerte ... tenerte." Hay quien apostrofa a la tierra colombiana
que se lo devoró, como el poeta Raúl González Tuñón:
"Por qué, por qué este golpe brutal, antes del vuelo?
/ A veces el destino se equivoca de trampa... / ¡Ni un cardo crecerá,
jamás, sobre ese suelo.'"
A cuarenta años de su muerte queda, incólume, la verdad
de su voz. Por encima de un anecdotario archisabido, renovable en cada
aniversario y nutrido por la generosidad gardeliana (los cafés
con leche pagados por él podrían llenar la cuenca del
Plata) queda, intacta, la belleza de su canto, y esa proeza de cantar
cada vez mejor. Y su muerte, impensada y absurda, convocó el
milagro: "Cuando muere un cantor suele nacer un sueño /
y en algún mar distante se desploma un albatros. / De un loco
azar. autor de esta ruina increíble, / surgió el más
perdurable de los mitos porteños".
Un
mito que acaba de cumplir cuatro décadas.
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La revista Siete Días publicó en Junio de 1967 el siguiente
artículo
El
mito Gardel
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¿Está
muriendo el mito de Gardel?
La
generación de Tito Lusiardo y Arturo Jauretche aún lo quiere
entrañablemente; la de Rodolfo Kuhn o Juan José Sebrelli
lo analiza sin piedad, y los jovencitos como Marilina Ross, ya son indiferentes.
A treinta y dos años de la debacle de Medellín, su voz sigue
conmoviendo a los argentinos. Esta vez, como todos los 24 de junio desde
1935, centenares de radios de toda América latina dedicarán
horas enteras a memoriosas audiciones en las que Gardel cantará
"El día que me quieras" o "Por una cabeza",
como si estuviera vivo. Después, el locutor lo evocará como
si ese 24 de junio acabara de morir. ¿Qué significa Gardel
para los argentinos, latinoamericanos y aun europeos? ¿Cuál
es la explicación de su tenaz vitalidad que renace cada día?
SIETE DÍAS ILUSTRADOS efectuó una minuciosa encuesta donde
dos generaciones dan su versión.
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LA
VIEJA POLÉMICA
"Ese
es Gardel", dice Tito Lusiardo —su viejo camarada— recordando
hoy una de las infinitas anécdotas: "porte y figura".
Cuando Lusiardo trata de explicar, tiene pocas posibilidades de tomar
distancia, demasiado enredado con la época y con Gardel, su monarca;
quiere demasiado todo eso para no poder decir otra cosa que: "Fue,
cómo le podría decir, un hombre muy querido, nunca estuvo
en estrella, cuando filmaba, era un obrero más". Hay otras
razones tradicionales de admiración: "quiso a su madre";
"fue una persona increíble, y aunque se fue para el cielo
hoy Gardel es inmortal".
Para Marilina Ross el problema es menos patético: "Por las
fotos y las cosas que se cuentan, lo veo como una especie de Perón
chiquito; para mí Gardel no agrega una presencia viva; eso de que
cada vez canta mejor puede decirlo Julio Jorge Nelson: cómo va
a cantar si está muerto". Para la "nena", Gardel
"sólo representa lo exterior, lo verdaderamente porteño
es Discépolo".
Carlos Peralta, de quince años, alumno de segundo año del
industrial Manuel Belgrano, es más taxativo: "Gardel es un
mito que a mí no me incumbe, no me interesa, no es de mi época".
No le parece que cante mal, pero prefiere escuchar a Los Beatles. "Todas
las letras de tango llegan al mismo punto, al pobre porteño que
está tirado, que lo deja la mina, que se le muere la madre; es
completamente idiota." Sin embargo, "hay uno lindo:«Yira-Yira»".
Montado en "su" jeep del diario donde trabaja, a veces a bordo
de un colectivo, Alfredo Boeri —de cincuenta y cuatro años,
que se gana la vida como chofer, a veces como fotógrafo, a veces
como cronista— sueña todavía con una lechería
de la calle Defensa, "en la cortada Lujan, frente al cine Cecil",
la noche aquella en que el "Morocho" "se cantó un
par de tangos". Esto ocurrió "un par de años antes
de que se fuera". Y otra vez reaparece la simpatía: "buen
mozo, elegantemente vestido, muy sencillo, muy simpático, bueno,
si se quiere un poco dandy en su aspecto general, pero sin aparatosidad,
muy natural, un hombre que salía de lo común." En una
palabra, las razones de admiración siguen siendo contradictorias,
como la que todo mito desencadena; aunque se lo niegue como tal: "Gardel
no es mito, es una realidad; como mito no lo he visto nunca, Gardel es
histórico." Aunque no haya más remedio que reconocer:
"después de la muerte, para mí, se infló un
poquito el globo; la muerte lo ha popularizado, pero aun vivo, hubiera
sido un éxito".
"Gardel me parece bárbaro", dice Rodolfo Kuhn y como
advierte que esta respuesta no es satisfactoria, indaga: "¿tengo
que opinar más en profundidad?" El joven director de cine
advierte que sus presunciones son exactas; "me parece que Gardel
es el que mejor expresó su época, con sus contradicciones
y demás, pero lo hizo. Tiene algún tipo de condición
para ser líder porque expresa cosas que están en la gente;
digo líder en el sentido que puede serlo un tipo que canta, en
la medida en que lo es Palito Ortega. Claro, a mí me gusta Gardel,
pero no Palito Ortega; Palito Ortega no me despierta nada, Gardel, sí,
aunque sea el porteño de antes. Del porteño de ahora quizá
tenga el individualismo. No creo que sea único, pero por ahora
no hay ningún otro que se le parezca. Como mito, me molesta, porque
me molestan los mitos en general."
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EL
CANTOR DE UNA ÉLITE
"Yo
no me meto para nada con Gardel como cantor, sino con el mito Gardel",
dice Juan José Sebrelli, autor de "Buenos Aires, vida cotidiana
y alienación" y "Eva Perón, ¿aventurera
o militante?". "Gardel era fundamentalmente el cantor de la
aristocracia argentina —dice—. En primer término, era
un hombre de Barceló, amigo de Rugerito —hay fotos en las
que aparece abrazado con él—, cantaba en el comité
conservador de la calle Pavón 252 y también cantaba en las
campañas electorales de Barceló. De ahí, de los conservadores,
pasó directamente a los salones de la alta burguesía; era
el cantor de los niños bien, cantaba en palacios.
No
solamente se puede hacer una crítica de Gardel desde el punto de
vista social sino desde el punto de vista estético. Es indiscutible
que en sus primeras épocas era un auténtico cantor de tangos:
cuando cantaba con guitarras y tangos como 'Mano a mano', pero en los
últimos tiempos, todo era una romanza internacional. 'El día
que me quieras', esa cosa lacrimógena, cursi, que no tiene nada
que ver con el auténtico tango que era algo crudo y realista. Ese
cambio lo hizo él por razones de gusto del público; porque
el público de él, era un público internacional; hizo
una canción romanza que gustara en Colombia, en Venezuela, en todos
los países donde iba; sus relaciones de tipo social lo llevan a
modificar su manera de expresarse. Cosas increíbles tiene grabadas
Gardel."
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LA
CONCIENCIA DE CARLITOS
"A
Gardel y Razzano los conocí en mi pueblo, Lincoln, cuando cantaban
en el bar San Martín. Pasaban el sombrero y juntaban moneditas"
—recordó Arturo Jauretche, autor del exitoso "Medio
pelo"—. "Razzano mismo me contó que corrían
la gran liebre. Gardel, aflojó. Yo no salgo más a cantar,
Oriental. Un día, cuando Razzano volvía de pescar en el
recién construido balneario, sintió que lo llamaban desde
un bar de Perú y Avenida. Orientalito, vení... Cántate
algo. Era el magnate Taurell, un poderoso estanciero. Razzano volvió
con la guitarra y Gardel. Fueron a comer a una pensión de francesas,
en Tucumán y Esmeralda. De allí, Taurell se los llevó
al Armenonville, donde los niños bien consagraron al dúo.
Les ofrecieron 200 pesos. Gardel, cansado de correr la liebre, preguntó
si les pagaban la comida. Razzano le aclaró: Hermano, los 200 son
por noche, no por mes."
Jauretche prosigue: "Ahora a Gardel en vez de escucharlo, lo analizan.
Es un disparate pedirle conciencia de clase, como es un disparate pedirle
conciencia de clase a Cassius Clay o a Bonavena. El es un mito. Como Rockefeller,
con la diferencia que éste no fue un cantor de éxito, que
empezó de abajo, prosperó y se adaptó a su público.
A un hombre que canta bien no se le pregunta si traiciona o no a su clase".
Discutido, vituperado, defendido con tierno fanatismo, sólo comparable
al de los que lo quieren defenestrar, el mito de Gardel quizá sea
la mayor certeza de la Argentina contemporánea. Ayer, discutirlo
era tabú. Hoy, la polémica feroz que despierta su nombre
es sólo una nueva manera de quererlo y de indagar el fascinante
misterio que lo rodea. Porque explicar a Gardel, atacarlo o defenderlo,
es quizás la manera más entrañable que tenemos de
hablar acerca de nosotros mismos. |
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